“¡Menuda zorra!”, pensó con ternura Ernestina y meneó la cabeza -como quien quiere escampar el humo de un cigarro molesto- para que desaparecieran sus pensamientos sobre Ani. La muchacha se había marchado de un día para otro, sin avisar, ¡pluf! desvanecida. Una mañana Ernestina se encontró unas llaves sobre el mostrador que hacía las veces de recepción de su andrajosa pensión de pueblo. Unas llaves y una nota con un “gracias”escrito con prisas. Una nota sepultada bajo una piedra del tamaño de una mandarina, gris y porosa.
Ani se había llevado todas sus cosas, excepto su colección de piedras, una foto y un cenicero a rebosar de colillas. Ernestina apagó su Ducados. Ani había dejado las piedras en la estantería, sin moverlas, sin mirarlas y por la capa de polvo que las cubría, las había dejado tal y como habían estado siempre desde que, una a una, Rod las había ido trayendo.
Ani no era ninguna taruga, pensó Ernestina otra vez con ternura, tampoco una chica de esas que te lo ponen fácil cuando no tienes a nadie mejor. Su único error fue, adivinaba la arrugada y pesada casera, enamorarse de Rod nada más llegar al pueblo con su maleta de cuero marrón y su pelo lacio, pajizo y claro. Pero, visto lo visto, Ani se había cansado de ser la taruga de Rodrigo y había hecho lo mejor que podía hacer.
Las piedras abandonadas le robaron una sonrisa a Ernestina. “¡Y pensar que la pobre criatura las odiaba!”, exclamó y se acordó de la vez en la que Ani le contó que la única piedra que le gustaba era la que, en un día de furia, su madre le lanzó al alcoholizado de su padre y le saltó el ojo izquierdo, dejándolo tuerto para el resto de su vida y dándole el valor para coger a su hija de siete años y su maleta de cuero marrón, y abandonar una vida y un hombre (marido o padre, según) que lados odiaban.
Ani aborrecía todas la piedras, excepto una. A ni les tenía una tirria inexplicable a las piedras y un buen día, al amanecer, cuando Rod se marchaba a hurtadillas por primera vez de la habitación que Ani le había alquilado a Ernestina, a la mujer se le ocurrió decirle al chico: “Si quieres tener a Ani en el bolsillo, comiendo de su mano, regálale piedras, cualquier tipo de piedra de río, de camino, de acantilado, de playa…” y le guiñó el ojo con complicidad fingida. Y el muy tarugo –por lo que estaba viendo ahora la gruesa y ajada mujer- le había hecho caso.
A Ernestina no le funcionó la triquiñuela. Ernestina detestaba a Rod, sabía lo que hacía en el pueblo, sabía para quien trabajaba y sabía lo que hacía con las chicas. Ernestina quiso alejarlo de Ani, pero no lo consiguió. Ernestina se sintió como la madre postiza de Ani desde el primer momento en que la muchacha rubia apareció por la puerta de su mugrienta pensión y la tomó bajo la protección de su ala de gallina vieja. Aunque, visto lo visto, no la protegió todo lo bien que le hubiera gustado.
Por fin, las pinturas que Emma se dejó olvidadas la última vez que visitó a su iaia Ernestina, cinco años atrás, iban a ser útiles. “Limpiaré las piedras, las pintaré de colores y las venderé a mis huéspedes como pisapapeles”, pensó la acartonada mujer que ya veía en su imaginación la cestita de mimbre sobre el mostrador, al lado del teléfono, con el cartelito de cartón rezando “1 euro. Pisapapeles hechos a mano por la población indígena. No puede irse sin lo más típico de …”. Ernestina volvió a menear la cabeza para escampar la imagen, como quien intenta despejar el vapor de una olla hirviendo y siguió limpiando la habitación número 7. “La vida continua, no se va a parar porque uno u otro hayan decidido marcharse y volverme a dejar sola”, pensó Ernestina que se acordó de Felipe, su marido; de Pedro, su hijo, y de Ani, “esa maldita zorra que no ha sabido despedirse”.
Nil se estremeció en el bolsillo de la bata en el que aquella vieja lo había metido después de que la rubia llorona lo dejara sobre el mostrador con un papelito en el culo. “Maldita zorra”, masticó Nil entre dientes odiando a la rubia llorona de tetas pequeñas a la que le gustaba pasearse por la habitación con poca ropa. “Maldita zorra”, se encogió el niño-piedra-ya-no-tan-niño en el bolsillo, “¡esta vieja está podrida!”, refunfuñó mientras intentaba no respirar el peo que Ernestina soltó sin darse cuenta.
continuará…
CITA: El más difícil no es el primer beso, sino el último. Paul Géraldy
BSO: Me voy, Julieta Venegas.
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