domingo, 13 de julio de 2008

La sala de espera

Helena a sus 29 años nunca había estado en una sala de espera tan bonita y tranquila. La paredes eran de un blanco muy blanco y muy luminoso. Limpias, perfectas, radiantes, casi cegadoras. Como todo en la sala. En el aire sonaba un suave perfume a jazmín y el hilo musical transportaba un dulce aroma que sonaba muy bajito, muy de fondo. Fuera como fuese la estancia provocaba una profunda sensación de paz. Helena pensó que eso era "ideal" porque "no veas lo nerviosa que te pones en alguna salas de espera de tanto esperar, sobre todo en la del dentista". Helena ya llevaba un rato allí, de hecho no conseguía acordarse cuanto rato llevaba esperando, pero por primera vez en su vida no se estaba impacientando. A Helena no le gustaban las esperas, ni las colas, ni los retrasos.

Pero esta vez en lugar de impacientarse Helena estaba concentrada en la melodía que se olía. Estaba tan bajita, tan bajita que, aunque le resultaba familiar, no conseguía reconocerla. Así, Helena estiraba imaginariamente su oreja derecha en busca de una pista. Pero no había manera. Estaba tan concentrada en reconocer la fragancia que se oía que tardó un buen rato en ver a Manuel.

Manuel estaba en el extremo opuesto de la sala mirando todos y cada uno de los rincones de la sala con cara de bobo. Cuando Helena lo miró cruzaron sus miradas y Helena comprendió rápidamente que Manuel, como ella, estaba medio anestesiado por la sala. A Helena se le escapó una sonrisa, Manuel era tan pequeño. Sentado en la butaquilla como estaba le colgaban las piernecitas, a duras penas les sobresalían los pies del asiento. "¿Cuántos años debía tener Manuel?", se preguntó Helena y concluyó "no más de dos o tres". "Pero que solo siendo tan chico", siguió pensando Helena para sus adentros.

Tras un buen rato de intentar volver a concentrarse en la melodía pero no conseguirlo porque cada dos por tres los ojos se le iban hacia los de Manuel, Helena se decidió a preguntarle:

-¿Qué haces tú aquí, pequeño?

-Hise que matadan a mi fatrastro. Doqué un bofón y ¡¡PUM!!

Sorprendentemente Helena no se sorprendió.

-Dímelo a mí –le dijo Helena a Manuel- yo tuve que venir porque hoy el desayuno de Ernesto, mi marido, tenía demasiado café. Yo ya lo veía venir, no había día sin algún motivo-no-motivo que lo irritara, pero nunca me lo quise creer...

Se abrió la puerta de la sala. La repentina entrada de Pedro, el encargado de admisiones, los sobresaltó y cortó en seco su conversación.

-¿Manuel? –dijo Pedro mirando al niño con una sonrisa que asomaba desde su poblada barba- Es tu turno. Adelante.

Manuel saltó de su silla al suelo de un respingo y se fue tras Pedro. Mientras Manuel se iba tras pedro, entraron en la sala Yusuf y ocho niños nigerianos más.


Fundido a blanco
The End
Conozcan a Helena, Manuel y Yusuf.

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